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Un gran naufragio por un pequeño favor: lo prueba un mensaje en Facebook

Publicado: enero 16, 2012
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El capitán del barco cada vez es menos presunto y más culpable. La prensa italiana publica que, a las 21,08 del viernes, Patrizia Tivoli, la hermana de Antonello, el jefe de comedor del Costa Concordia, envió un mensaje por Facebook a sus amigos de la isla de Giglio: “Dentro de poco pasará cerca cerca la [nave] Concordia. Un saludo grande a mi hermano que en Savona finalmente desembarcará para tomar unas vacaciones”. Unos minutos más tarde, el barco se acercó tanto a la isla que encalló con una roca y naufragó. El título más gráfico es que el habla de “un gran naufragio por un pequeño favor”.

El favor del capitán al jefe de comedor y a un viejo oficial no era algo inusual. En agosto pasado, el alcalde de la isla, Sergio Ortelli, había escrito una carta al periódico digital Giglionews.it en la que agradecía públicamente que el Costa Concordia hubiera pasado a la isla, que por aquellos días se encontraba llena de turistas. Ayer, el alcalde Ortelli intentaba meterse entre las piedras de la justificación: “Sin embargo, jamás había pasado tan cerca”. La página de Facebook no es más que la constatación de lo que durante las últimas horas todos los vecinos de la isla comentaban a quien los quisiera escuchar. Fue un error del capitán. Las consecuencias dramáticas de una costumbre estúpida…

A mediodía los equipos de emergencias han anunciado la suspensión de las operaciones de rescate por el mal tiempo, tras recuperar un sexto cadáver.

Nadie duda en la isla de Giglio de que el capitán Francesco Schettino, de 52 años de edad y 30 de experiencia, acercó el barco a tierra para cumplir un peligroso rito y se le fue de las manos. El rito, la costumbre, la tremenda estupidez de que un edificio flotante de 17 pisos, la más moderna tecnología y 4.200 personas a bordo se acerque considerablemente al litoral para que turistas y vecinos puedan saludarse.

“No sé si ahora lo reconocerá alguien”, dice Andrea, uno de los bomberos desplazados a la isla para ayudar en las labores de rescate, “pero todos los que vivimos en los alrededores lo sabemos. A veces, los cruceros se acercan a tierra, los pasajeros salen a cubierta, aplauden, tiran fotos y brindan a la salud del capitán. Suele hacerse cuando la mar está en calma y el cielo claro”.

El viernes por la noche, las condiciones eran ideales para perpetrar tamaña —aunque todavía presunta— estupidez. El imponente cadáver medio hundido del Costa Concordia es ahora su homenaje. Contemplarlo impresiona. Da igual que se hayan visto ya decenas de fotografías y de vídeos. No le hacen justicia. El domingo, cuando el barco de línea que cubre en una hora el trayecto entre la ciudad de Porto Santo Stefano (en la costa occidental de la península italiana) y la isla de Giglio pasó a su lado cargado de vecinos, turistas y un ataúd, el pasaje guardó silencio, conmovido.

El crucero se desplomó a 200 metros de distancia de la bocana del puerto. Sin necesidad de esperar a la caja negra, todos los vecinos consultados —incluso Don Lorenzo, el párroco— comparten una versión: “El capitán acercó el barco, tras el golpe con el fondo intentó seguir navegando —por eso no dio parte hasta una hora después—, pero cuando se percató de que el naufragio era inevitable, acercó el barco a la costa, tal vez en un intento de entrar en el puerto y evitar lo inevitable, tal vez para que los pasajeros se pusieran salvar”.

La teoría —que comparte Lucia, una camarera del puerto que jamás había puesto tantos cafés en su vida— intenta de alguna manera salvar algún aspecto de la actuación del capitán Schettino, el villano de una historia que tiene sus héroes en esta pequeña isla y el misterio, en los camarotes —la mitad de ellos ya bajo el agua— del Costa Concordia.

Cada vez que una pequeña lancha de rescatistas se acerca al puerto de Giglio, una pregunta les espera: “¿Se escucha algo?”. Sobre las once de la mañana del domingo, la respuesta más esperada llegó a tierra firme y de ahí salto a los titulares de los periódicos: “Se escuchan ruidos en el interior del buque”. Una hora después, un helicóptero de rescate se acercó a toda velocidad por la proa del Costa Concordia. Una vez sobre la vertical, se quedó quieto como en una fotografía. Unos minutos después, muy lentamente, izó en una camilla el cuerpo de un náufrago acompañado de un rescatista. Enseguida se supo que se trataba del último milagro. Su nombre, Manrico Giampedroni, comisario de a bordo, encerrado durante 36 horas en ese ataúd de lujo. Tenía una pierna rota. Los medios italianos a pie de tragedia lo subieron enseguida a los altares de los héroes, atribuyéndole un papel fundamental en la evacuación del barco…

Todas las tragedias tienen su ritual, su entrega por capítulos. La noticia del accidente, su balance aproximado de víctimas, el testimonio escalofriante de los supervivientes, las rápidas especulaciones periodísticas del por qué, la lenta investigación, la galería de héroes…

Durante todo el domingo, la familia del tío Guillermo Gual hizo vela en el siguiente capítulo, el de los milagros. Pero al filo de las nueve de la noche, Juan, Ana y sus cuatro hijos recibieron la peor noticia. El tan querido tío Guillermo, ese hombre grande que se comportaba como un niño, no había podido abandonar el barco y salvarse.

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